El pequeño Andrés suspiró, malhumorado y vencido. Estudió con sus ojos grises y vivaces la sala blanca que lo abordaba. Estaba rodeado de gente grande, muchas sillas llenas y algunas vacías. Encontró a su izquierda la puerta que lo trajo allí, la misma que le ofrecía ahora una salida. A su derecha se levantaba lejana una pared curva que parecía llamarlo a jugar con ella. En frente una tarima llena de personas, aparentemente importantes, pero que él no conocía ni le interesaba conocer.Estaba ya distraído, planeando alguna fechoría cuando de repente la vio.
Y recordó sus sueños tormentosos en los que caía en un pozo de serpientes. Y sintió dentro de sí un miedo que poco a poco lo inmovilizaba, ya la sabía presente, ya la sabía real. Y ya no podía dejar de mirarla.
Aquella mañana había despertado sobresaltado, aliviado de que la noche terminaba, le había vuelto a soñar. Como casi todas las noches, desde que tenía cama nueva. Siempre se sentía seguro despierto, hasta ese momento. Ellas habían venido a buscarle. Y entonces las voces de la sala que antes le sonaban a poesías raras, habían tomado ahora un tono extraño y sintió escalofríos, solo escuchaba el siseohistérico llamar su nombre.
Ahí estaban, primero vio una oculta en el pelo de la señora negra, alta y espigada. Pero mientras más vigilaba más las veía multiplicarse.Intentó inútilmente de mirar a su madre, sin embargo, sus ojos parecían estar obsesionados con aquel cabello horripilante.
- ¡Mira! ¡Mira! ¡Qué se mueven! – Se dijo para sí, aterrado. Sintió ganas de correr, antes que ellas se echaran a morderle, entonces cayó en cuenta que no podía moverse y rogó a su madre, desesperado.Inmóvil, ahora se siente peor que derrotado, está en pánico,cuando las vegirar, junto con la cabeza que las sostiene, hacia el otro lado del salón y entonces, ella, de tez negra como la noche y ojos pequeños, maliciosamente le sonrió.